En el ámbito del derecho internacional de los negocios, que es el aplicable cuando se internacionaliza una empresa por la vía de vender mercaderías o prestar servicios en el exterior desde un territorio de origen (cuestión distinta son las implicaciones de índole doméstico en relación con la implantación de una filial, sucursal o establecimiento permanente en un país tercero), la elección del tipo de contrato a aplicar resulta crítica, en el entendido de que dicha elección marca en gran medida la normativa aplicable. El derecho internacional de los negocios está compuesto básicamente, aunque no exclusivamente, de tres núcleos regulatorios básicos a tener en cuenta, a saber; (i) el contrato propiamente dicho (ii) los convenios internacionales que puedan recaer sobre dicho contrato o la actividad que éste regula y (iii) la resolución de conflictos mediante arbitraje, en el caso de que la controversia no pueda dirimirse de una manera negociada. En relación con el primero de los elementos a los que acabamos de aludir, escoger una tipología de contrato u otra es importante por la estandarización del clausulado (más allá de una correcta y adecuada adaptación del mismo a las necesidades del momento), que no es sino fuente de seguridad jurídica y protección por tanto contra lo desconocido o lo incontrolable. La armonización de prácticas continuadas en el tiempo, así como su aplicación, de forma previamente consolidada, a una determinada operativa o negocio jurídico, nos permite saber desde un principio cuáles son las implicaciones legales de aquello que vamos a acometer, algo que se torna en imprescindible en la escena comercial internacional, y por lo tanto cuando nos alejamos de aquello que más familiar nos resulta y con lo que más cómodos nos sentimos, tal y como ya hemos dicho y justificado en otros blogs.
Así las cosas, la adecuada elección del tipo de contrato que queremos regule nuestra operativa externa, sea la que sea, es imprescindible como decimos y nos protegerá del hecho de, o nos evitará, para ser más exactos, el tener que afrontar situaciones imprevistas de una manera poco segura o no confiable, que básicamente y como todos sabemos es el principal fin y objetivo último de un contrato, ya lo sea de índole doméstico o internacional, si bien en este último ámbito ello resulta más crítico por razones obvias. Todo lo anterior no conlleva, evidentemente y en cualquier caso, como hemos tratado de avanzar en la presente entrada, que la figura jurídica adecuada no pueda modificarse y adaptarse, de hecho debe hacerse, a las especiales casuísticas que puedan recaer sobre el contrato previamente elegido, ya que las diferentes tipologías de acuerdos internacionales relativos a la compraventa de mercaderías, la construcción de infraestructuras o instalaciones, las transferencias de tecnologías, el desarrollo de software, así como como el propio establecimiento de franquicias o agencias comerciales, por no hablar de los mecanismos de aseguramiento y garantía de las propias operaciones, obligaciones y derechos, suelen darse de muy determinadas maneras en función de los intervinientes y de las especiales y concretas casuísticas que deban concretarse en cada momento o situación.